El LUCHADOR
CASTILLA Y LEÓN –(2016)
Descubrí que había sido un RONIN toda mi vida, aquel día de verano que llegué a Riaño. Aquel pueblo lindante a los picos de Europa, me fascinó; su historia, su comida y su gente hicieron que se marcase como punto fijo en mi mapa de destinos habituales.
Pero lo que más me caló era el motivo por el cual llegué allí: su lucha.
El luchódromo era una infraestructura imponente. Aquel grandioso lugar me hacía visualizarme como un gladiador pisando la arena, pero no estaba en la antigua Roma, estaba en León, disfrutando de sus fiestas. Me parecía fascinante lo que el destino me había preparado…
Procedo de un lugar en que los festivos se hacen grandes con pólvora y toros, nunca fui excesivamente afín ni a uno ni a lo otro. De repente, descubrir que en tu propio país las festividades de las poblaciones se celebran LUCHANDO, me pareció el secreto mejor guardado que España podía regalarme… El RONIN errante estaba trazando su camino.
Me recibió un señor especial, de atuendo atípico, gafas de profesor y tupida barba. Su sonrisa y voz pausada, emanaban tranquilidad. Una de esas personas que nada más conocer, te dan unas ganas terribles de estrecharlo entre tus brazos y regalarle un abrazo.
Mi padrino en León se llamaba Antonio, me mostró multitud de lugares y otorgó variedad de explicaciones. Tal era el nivel de absortismo que me producían sus palabras, que conseguía hacerme olvidar lo que allí había ido a hacer…
Antonio, ¿te importa que te pregunte sobre el origen de la Lucha Leonesa y que lo grabemos? Estoy disfrutando tanto de tus palabras que se me olvida que he venido a trabajar.
¡Faltaría más! Ahora mismo te vuelvo a contar lo de los celtas, pero antes pruébate esta camiseta para poder luchar, creo te estará perfecta.
Y esta fue la primera vez que me puse mi camiseta de Lucha Leonesa, con la que siempre lucho, con la que siempre lo haré. Un RONIN puede ser un canalla en muchos aspectos, pero no olvidemos que la lealtad es su principal virtud. Y así fue como portando los colores de mi nueva camiseta, me dirigí al siguiente lugar de mi viaje en aquella maravillosa población.
Me abrieron las puertas del luchódromo para que yo sólo pudiese disfrutar de la majestuosidad de aquel lugar. Mi segundo padrino del día se hacía llamar “el Ché”. Se presentó un señor sin mucho pelo y bastante barriga, que resultó hacer mañas cual ángel luchador.
Nada más darme la mano lo analicé; se notaba que era un luchador terrible, de casta, de los que emanan tranquilidad y tienen los pies pegados al suelo durante la justa…
¿Qué tal Andrés? ¿Qué te parece el lugar que tenemos para luchar una vez al año?
¿Una vez al año lo usáis?
Antiguamente luchábamos en cualquier parte, el prao nos servía como palestra para entrenar y luchar… Mi abuelo derrotó a treinta y ocho luchadores, justo ahí arriba, en la montaña.
¿Treinta y ocho personas seguidas? ¿Sin descansar tras cada lucha?
Bueno, lo que tardasen en ponerse el cinturón… además mi abuelo era buen pillo y siempre les volvía a ajustar el cinturón para ganar unos segundines….
Esta fue mi primera conversación con el Ché, su fisionomía delataba a un luchador habilidoso con su cadera y manos como tenazas. Pero resulta que partía con ventaja, pues heredaba las cualidades de su abuelo, el cual aún era recordado por ganar esas treinta y ocho luchas seguidas, en un mítico encuentro Montaña contra Rivera.
Yo estaba fascinado con aquella persona y aquel momento. Me habría casado con él si la propuesta hubiese sido en firme, quería empaparme de cualquier consejo de lo que estaba a punto de suceder: un combate de Lucha Leonesa.
Me puso un cinturón de cuero precioso ( el cual aún porto a dia de hoy cuando me enfundo mis mejores vaqueros), me adecentó mi camiseta (cuyo nombre a la espalda siempre hondearé orgulloso, “ BARREÑADA” ), mano delante, mano detrás y ¡a bailar!
A los pocos segundos estaba tumbado boca arriba en aquel tupido césped del luchódromo de Riaño, embriagado por la situación: aquel coliseo Romano en frente del pantano, rodeado de las montañas leonesas, recibiendo una clase magistral el día de antes de mi debut:
Intenta coger esta mano con este agarre.
Me resulta incomodísimo Ché, prefiero mantener mi agarre habitual, tengo más confianza en las entradas.
Aquí las llamamos mañas. Esta que te acabo de hacer es la especialidad de nuestra familia, la dedilla. A ti con esas patas largas te saldrá bien.
Y así fue, al día siguiente y ya sabiendo las normas y mañas de la mano del Ché, me enfundé mi camiseta y me dirigí a la hora acordada al luchódromo.
El lugar estaba a rebosar, el ambiente era frenético, el espectáculo iba a comenzar.
Nada más llegar vi a dos luchadores echándose un cigarrillo en la puerta del lugar y compartiendo unas risas sobre la noche anterior. En Europa del Este es muy típico que los atletas de combate se fumen un cigarrillo antes de la contienda. Dichos luchadores siempre me han apalizado de manera apabullante, demostrando una capacidad aeróbica superior a la mía, que siempre he corrido largas distancias para fortalecer mis pulmones y cuidado mucho de no perder capacidades con la nicotina o el alcohol.
Y allí estaban dos que habían disfrutado de las fiestas estivales la noche anterior y ahora calentaban sus pulmones con un Marlboro… mal augurio para un novato como yo.
Nada más entrar, el Ché dejó su cometido de la tarde (era el speaker del evento), para otorgarme de nuevo el cinturón que me había prestado la tarde anterior:
Dame el cinturón que te grabe tu apodo, aquí todos llevábamos nuestro nombre de lucha grabado en el cinturón.
¿Un mote? No tengo ningún seudónimo.
Necesito ponerte un mote en el cinturón para llamarte a pista mañana. Tranquilo, algo se me ocurrirá.
Y así fue como al día siguiente mi padrino luctatorio me otorgó mi mejor cinturón. El más preciado: el que ponía RONIN, en mayúsculas y con un relieve precioso.
Era la primera vez que me sentía identificado con esa palabra y su significado. Era la primera vez que me sentía un luchador errante y solitario. Era la primera vez que me disponía a realizar un combate diferente a lo que yo conocía como deportista. Era la primera vez que RONIN era llamado a combatir.
Antes del primer encuentro de la tarde me subí a las gradas a charrar con el público, pretendía empaparme de la sabiduría de los allí presentes:
Chaval, ¿tú cuanto pesas?
Noventa y tres kilos caballero.
Bueno, entonces te sacaremos a un oponente de unos ochenta kilos.
¿Tan poco confían en mí?
Tú vienes de un deporte en el que luchan separados, aquí se lucha cogido. La lucha leonesa es muy complicada si no la has practicado antes…
Yo confío mucho en mí, que me pongan con los pesados y bailemos un rato.
Así fue como la sabiduría popular me recibía. La gente me miraba con asombro y recelo, no estaban acostumbrados a que un foráneo leonés frecuentase sus luchódromos.
La tarde se nos dio bien. Tras ganar algún combate fui recordando sensaciones de mis años de tatami y volví a plasmarlas sobre el césped.
La sensación de volver a luchar y ganar, tras varios años de inactividad, era gloriosa.
Me hizo recordar lo que mejor sabía hacer como deportista de élite, cuando mi único objetivo era ganar, alcanzar la gloria. Era un deportista muy preparado, tenaz y disciplinado. El rival que todo luchador prefería evitar.
Pero ahora me sentía diferente. Me sentía RONIN. La misma esencia como luchador, pero sin cargas deportivas. Esto no tenía nada que ver con el deporte, esto iba más allá, esto era lucha. La tradición viva más antigua de nuestro mundo. Cualquier ser vivo que se precie lo primero que aprende a hacer instintivamente es luchar.
Y aquí, en Riaño, aun eran fieles a esa esencia que todo animal porta en su interior.
Aquí se forjó mi nacimiento como Ronin. Aquí empezaron las aventuras alrededor del mundo. Gracias a la lucha leonesa, continué dando vueltas buscando diferentes luchas tradicionales en cada lugar de mi península: me fui a Cataluña en busca de resquicios de la lucha “Bac”. Marché a los vascongadas a coger un palo bien largo y formarme en la “Euskal Makila”, el arte de defenderse de los bandoleros y los lobos con un trozo de madera entre las manos. Investigué el “Baltu” asturiano y profundicé en la Verdadera Destreza, aquella esgrima de origen española que tantos duelos protagonizó en el Siglo de Oro…
Todos ellos tienen su historia y parte de su lucha reside en mí, pero la verdadera lucha con la cual me identifico es la leonesa. Esa pugna norteña que trajeron unos pueblos celtas hace cientos de años, esa confrontación entre dos personas para pasar un buen rato ocioso, esa forma milenaria de solucionar cualquier tipo de disputa. Esa tradición que únicamente Castilla Y León ha sido capaz de mantener viva, más que viva, integrada en la sociedad actual, haciendo que todo leonés se sienta orgulloso de sus raíces, participe de ellas, entrene para ello durante todo el año y lo transmita a las generaciones venideras.
Orgulloso como luchador me encuentro, envidioso como valenciano me hallo. De no tenerla más cerca, de no ser un luchador habitual en la liga de verano y en los corros de invierno. Siempre defenderé esta grandiosa usanza y prodigaré en mi tierra el folclore leonés.
Cierto es que volví en cuanto la agenda me dio tregua. Volví a disfrutar del imponente lugar llamado Riaño y me dejé caer por Camposagrado y Boñar. Nunca he sido de mostrar mis trofeos en mi hogar, pero al “Negrillón” lo tengo presidiendo el comedor. ¡Qué recuerdos de aquella final con Christian! Todo el pueblo gritando su nombre y dándole indicaciones… Y allí estaba yo, más solo que la una, aguantando sus envistes, pero con una cosa clara: era RONIN, el luchador.
La lucha leonesa fue mi madrina en las luchas al cinturón. La primera que me otorgó el apodo de RONIN, la primera de la cual nacieron el resto de viajes como luchador, la primera a la cual volveré a disfrutar de sus mañas y sus gentes, sus vítores y aplausos, victorias y derrotas.
Lucha leonesa, te debo todo.
RONIN